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Tras el caudal (II): El canto de las abuelas

Se abren las puertas del auditorio del Parque Explora, no se ven sillas: la cita será en el suelo. En el centro hay dos mesas bajas, una con un mixer, un controlador MIDI y una computadora. En la otra, hay dos máquinas electromecánicas, arteasanales, hechas en madera, con manivelas, altavoces metálicos y un sistema de rotación donde se ubicarán rocas lisas que Leonel Vásquez, encargado de oficiar la ceremonia, había recogido horas antes del río Medellín.

Apenas se sienta y antes de comenzar a tocar, el artista, aquí mensajero de la tierra, da comienzo a la experiencia contando un poco de historia sobre sus abuelas, nuestras abuelas: las rocas, aquí entendidas desde varias dimensiones, en su tradición, su problemática y su profundidad espiritual. Como nos narra Leonel, las rocas no son tan duras como parecen: son ciclos, flujos, figuras del tiempo, caudales en sí mismas, trazadas más allá de la escala espaciotemporal en la que solemos habitar.

Aunque esta capacidad de la roca, de ser sensación y cuerpo, de conectarse profundamente con nuestros huesos y emociones, no es el único lado de la historia, nos cuenta Vásquez: Estas abuelas del tiempo son también abusadas por el impulso capitalista que asume otra aceleración en su idea de explotar la tierra, y así lo que geológicamente toma una inmensa extensión de tiempo, en las refinadoras de cemento se toma minutos, para luego en semanas o meses resultar en los edificios de las grandes ciudades. El artista en este caso también usa las rocas, pero aquí no se trata de aprovecharlas para algo distinto a lo que son, ni tampoco buscar traducir sus manifestaciones. Su idea, más que de un mediador, es la de quien activa las voces ya presentes, es un contacto directo, un contacto sonoro: escuchar las rocas, ante ellas, junto a ellas, dentro de ellas.

Así las terraformaciones devienen sinfonías y cualquier roca se torna geofónicamente reveladora: cada abuela es entonces una maestra de relatos de largo aliento, con formas que condensan vibraciones de siglos y milenios, y a su vez, su relación con los ríos las hace portavoces de la respiración de las aguas, como nos cuenta Leo, viejo amigo de Auditum que ya en otra ocasión nos visitó para recorrer el río Medellín, la quebrada Santa Elena y sus tantas dimensiones. Su trabajo trasciende la idea de la obra de arte para convertirse en un llamado profundo al espíritu a través de la escucha, en este caso entendida más cercana a la bendición que al mero ejercicio.

Tras introducirnos al mundo de las rocas, se confirma nuestra intuición inicial: la cita será en el suelo, literal, más allá de simplemente sentarse. Es sentarse a ser roca, a sentirse parte del suelo mismo, disponiendo el cuerpo a su estado de reposo, su centro, donde procederá Leonel a facilitar la experiencia, la cual se rehúsa a llamar concierto y prefiere ofrecer como una meditación, lo cual invita a adoptar una postura de escucha que lejos de pretender analizar o técnicamente identificar los sonidos, se abre a contemplarlos, dejarse guiar por ellos en un viaje profundo.

Los sonidos de la fricción de las rocas generan tonalidades sorpresivas, envolventes y dinámicas, capaces de desplegarse en drones y pulsaciones que poco a poco van llevando a quien escucha hacia sus propias cavernas, sus cuencas, sus espacios más profundos. Algunas personas se acuestan, otras permanecen sentadas, las hay también realizando otra serie de poses, cercanas al yoga y fieles a lo que representa el encuentro: un espacio donde la tonalidad logra abrir puertas internas, haciendo de la sonoridad una fuerza que abraza la quietud sin corromperla.

Hay un punto en el que se desaparece por completo el auditorio, tampoco hay incluso imágenes de las rocas y donde parecía por siempre soberana la gravedad de los cuerpos sólidos, aparece la inevitable levedad de las cosas sónicas, y entonces las abuelas ya no están quietas, y entonces la ingravidez expande el espacio, y el cuerpo mismo de repente parece agua, y entonces la escucha ya no atiende a Leonel, girando piedras de un río, y entonces estamos ante una dimensión más profunda, que en realidad siempre había estado en la superficie, aquella en la que las rocas no están nunca quietas: están cantando.